Los domingos, para aquellos que vivíamos hace muchísimos
años a las afueras de Madrid (véase Parla) peregrinábamos en excursión los
fines de semana a Madrid para ver a la familia. Por lo que se distribuían del
siguiente modo: mañana con la familia paterna y tarde con la materna.
Comíamos en casa de mi abuela paterna (La Pura) con mis tíos
(aún solteros) y jugábamos en el jardín tan maravilloso que tenía ese pequeño
rincón de Vallecas cercano a la Avenida de la Albufera.
Mi tía Lola, nos recibía con los bigudíes en la cabeza y
sacudiendo alguna cosa por la ventana, mientras que los vecinos, casi de la
familia, salían también para vernos llegar.
Nos esperaban impacientes y con los brazos abiertos y para
ellos, igual que para nosotros, era todo un acontecimiento. Mi abuela nos
sacaba a presumir de nietos a la calle e íbamos por las casas de sus amigas y
vecinos para que nos viesen y le dijesen lo guapos y grandes que estábamos:
“Mira, los chicos de mi German” y ella engordaba por momentos…
Después del baño de masas y de los miles de besos más o
menos sonoros con bigotillos de anciana y alguna que otra babilla, acompañaba a
mi tío Kike a la bodega del “Curro” con el casco retornable de la Coca-Cola de
litro (puesto que tuvo una época de adicción a ella y que se le pasó en cuanto
hizo la prueba del trozo de carne durante toda la noche y vio como quedó
aquello) donde siempre me daban cortezas de cerdo, ¡las más ricas que he comido
en mi vida!
Comíamos en un salón minúsculo, donde apenas había espacio
para la mesa y un par de sillas, pero nos apañábamos… A veces mi hermano y yo
comíamos en “la habitación de los trastos” mientras hurgábamos en los
mueblecitos que tenía mi abuela llenos de cosas curiosas y miniaturas que nos
llamaban poderosamente la atención.
Por la tarde nos marchábamos a Carabanchel donde nos juntábamos
con todos (familia de 9 hermanos con una media de 3 hijos por cabeza) en casa
de mi otra abuela, la materna (La Sra. Amalia) un bajo doble unido por el salón,
en Plena Avenida de Oporto, donde había cabida para todos.
Tardabas media hora en saludar a tíos y primos, dar besos, comentar lo que
habías crecido, lo guapos que estábamos (esto se repite, lo sé, pero es que éramos
los típicos niños rubitos de ojos claros que llamaban la atención, pero ojo, lo
digo en pasado), etc… y ya llegaba lo bueno…
¡¡¡¡¡¡A jugar!!!!!!!
Como se puede suponer, allí era difícil establecer un orden y concierto
con tanto niño de edades similares ya que al juntarnos se desataba la euforia y
el cachondeo a cada rato más, puesto que íbamos llegando poco a poco.
Mientras, los padres hablaban, jugaban a las cartas, bebían y
comían pipas alrededor de la mesa central donde lo mismo había un plato lleno
de cáscaras como que colocaban a un bebe para cambiarle el pañal… ¡todo estaba
bien visto!
Luego la mayoría se marchaban a echar una manita al bingo,
pero mis padres no iban, creo que no les gustaba… Nos quedábamos entonces todos
a cargo de ellos y de la abuela, que por mucho que corriese detrás de nosotros jamás consiguió que dejásemos de “potrear los
sillones”.
Más adelante, cuando empezaron a considerar mayor a uno de
mis primos, nos llevaban al cine y nos quedábamos a cargo de él viendo sesiones
continuas de Bud Spencer y Terence Hill... para mí era casi más un castigo que
otra cosa, porque esas películas me aburrían tremendamente, además de sufrir el
chinchorreo de alguno de mis primos pequeños que se dedicaban a darme por saco
durante todo el metraje…
Luego llegaba la hora de la cena y ahí era cuando yo era
realmente feliz!
¡Mi abuela preparaba los mejores boquerones en vinagre de la
historia de la humanidad!
Como ella sabía que eran mi debilidad y que durante toda la
semana pensaba en el momento de poder volver a deleitarme con uno de ellos, al
llegar, me llevaba de la mano a una habitación contigua a la entrada, donde
tenía todos los víveres que le traían de su pueblo de Extremadura y donde
guardaba una fuente redonda de barro de las más grandes que he visto en mi vida
y dentro de ella, reposaban pacientes los más blancos, radiantes y
perfectamente colocados boquerones en vinagre que probé en mi vida, con su ajo
bien picado, su perejil fresco y regados con un aceite de oliva maravilloso.
Todos nos volvíamos a juntar entorno a la mesa y los mayores
se tomaban sus Mahou antiguas de botellas chatas, para los niños bocatas, unos
de morcilla patatera, otros de boquerones, otros se quedaban en las croquetas,
el queso del pueblo, etc…
Y ahí se terminaban los fines de semana…
Bueno no! Terminaban escuchando “hora 25” en la cama con mi padre, no sin antes contarnos que para salir del atasco de vuelta a casa, el
“127” tenía un botón que si lo pulsaba, le salían alas y volaríamos por encima
de todos los coches que estaban parados por delante nuestro…
¡Un cachondo!